Temen a esta bruja si temen a su varita


Le gusta leer historias de vampiros enamorados que se ven impotentes ante el fatídico destino que creó barreras, pero que se entregan y deciden guiarse por los sentimientos que se entrelazan entre ellos. Pasa varias noches delante del ordenador, posteando con imágenes de princesas olvidadas, con vestidos estrafalarios, maquillaje oscuro y atrapadas bajo una máscara de soledad. Prefiere mirar a la luna, con el aroma del jazmín sollozando bajo su ventana, e imaginarse en un castillo encantado, mientras suena alguna melodía empalagosa y nostálgica. Quizá llora, al recordar, o quizá llora porque es incapaz de revivir momentos lo suficientemente tristes como para sentirse carcomida por la melancolía. Era verdad lo que decían, asentía. Vislumbró que no era sino la ilusión de tristeza la que más feliz le hacía, que prefería construir todo un universo lleno de mentiras, de desamores idílicos y de promesas quebradas, que era mucho más fácil volcarse en escritos que evocasen tiempos mejores, que recogieran sentimientos ajenos y otros escombros. Quería sentirse una princesa olvidada, una sombra del destino, producto de una serie de desdichas y erosionar su alma con falacias deliciosas, que dejaban amargos sabores (o eso había leído).
Miraba la portada de sus libros favoritos, y bajo la palma de su mano percibía el latir de problemas que jamás se interpondrían en su vida, de otros enredos que hacían vivir con pasión, con amor, con desolación, con desazón, con esperanza, con alegría, las inquietudes, quizá la búsqueda de un sentido para seguir despertando cada mañana (sin su olor). Mira su móvil esperando alguna llamada perdida, más bien, sin esperarla. Se había entregado al sensacionalismo y se revolcaba en el engaño, se mentía a sí misma cuando se calzaba esa actitud fantasmágorica, quizá de viuda frustada, o de princesa enterrada bajo promesas de amor eterno.

Pero ¿quién ha comenzado esta mascarada?