Digan lo que digan


Recientemente me fui de viaje y pasé por palacios (palabra que puede evocar un ligero aroma a princesas encerradas, bastiones encantados y otros fondos de armarios desteñidos) en los que los presidentes de la República se habían refugiado. Quién sabe si este era el balcón desde el que vislumbraban al populacho, o si era desde el vano elevado, donde se presenciaba la tierna escena de la princesa que se deshilacha sus cabellos imposibles, embriagada por las sombras que crean los destellos de los faroles que afuera se mecen con la canción de cuna que soplaban las noches, venecianas, parisinas, más bien mundanas. Paseé, con la cabeza bien alta sólo para contemplar el complicado entremado de los casetones del techo, la dorada artesanía que se tejía entre sus aristas, para que mi nariz alcanzara a oler la carcoma que se desprendía cada segundo sobre nuestras cabezas y sentí que había algo allí, una fórmula matemática quebrada por las grietas del tiempo. Quise fijar mi mirada sobre aquellos mapas que empapelaban por completo las paredes, perderme en los nombres antiguos, en los contornos inciertos de países imposibles, nadar en aguas desconocidas. Sobrevolé aquellos parajes manteniendo los pies sobre las baldosas rojas, con la mirada llena de ficción; di un paso, y otro, con los brazos cruzados detrás de mi espalda, saboreando un mundo inexistente. Olía a tiempo, allí. Me senté en uno de los bancos de madera, crucé las piernas y acto seguido tuve la imperiosa necesidad de volverme a poner en pie.




¿Quién podría tener una sala de invitados colmada de mapas que por aquel entonces podrían antojarse como un acceso a lo desconocido, aunque ahora más bien sólo sea una muestra de las limitaciones de la cartografía, las expediciones y los descubrimientos? Hice desaparecer a todos los turistas que estábamos en la sala y proyecté figuras que debían coincidir con las que, hacía muchos años, habían circulado por aquella estancia. Imaginé mujeres de mejillas exageradamente rosadas que revoloteaban su abanico como mariposas extasiadas, sus cuerpos embotellados en aquellos corsés y sus zapatitos ocultos bajo la cúpula de unas faldas que, con esmero y delicadeza, se acariciaban asiduamente. Pero pronto les quité el tinte barroco de su maquillaje para extirparles el aspecto grotesco, esos labios curvados que expresaban disconformidad. No cabía el desdén en mi imagen, y me deshice de numerosas joyas, anillos papales y cadenas doradas. Quería realidad e hice un esfuerzo enorme para concentrarme. Aunque no calibraba con exactitud la época, no me importaba. Quise hallarme conforme con mis esquemas y sólo era yo la que me juzgaba. El resultado debía ser exquisito.

Con un suave toque de varita, coloqué a sus respectivos acompañantes, formales, que debían mostrar una sonrisa fácil. Uno de ellos parecía esgrimir la razón en cada uno de sus argumentos, mientras dejaba que la delicadeza de sus dedos emulara el movimiento de un joven amante que ondea el pañuelo blanco de su romance. Pero no, el personaje A, no era impresionable, más bien, impresionaba. Presionaba. Porque sobre la palma de sus manos se cruzaban las líneas de un destino no tan incierto, sino el verdadero rastro del éxito, que perfumaba sus palabras, sus acompasados pestañeos e incluso las pausadas respiraciones entre las que dejaba que cómodamente se acurrucaran sus argumentos. Sin embargo, personaje A, a pesar de las apariencias tenía una silueta nítidamente perfilada en su mente, con la que también compartía espacio físico, ya que estaba a unos metros de él, enzarzada en una conversación con personaje C. Él la miraba, pero no con los ojos, sino que la mantenía presa en su mente, con la suave huella de las cadenas en sus muñecas. Pero por mucho que personaje A intentara mediante el regalo del destino, hacerse con algún beso o al menos, con una caricia furtiva que se escapase entre suspiros no la encontraba receptiva, no había en ella ni un ápice de coquetería que le diera permiso a este caballero para visitarla, aunque tan sólo fuera en sueños o en imaginaciones.


En ese mismo instante, personaje A había dejado caer su mirada sobre ella y perseguía cada uno de los detalles de un perfil que parecía modelado con el mismo fango de la creación, con unos rasgos que permitían que los dedos divinos se deslizaran por todo su cuerpo, jugueteando con las cuencas de sus ojos, su nariz ligeramente puntiaguda, el piquito caprichoso que se adivina en sus labios, el mentón aniñado que daba paso a un terso y blanquecino cuello. No obstante, personaje A se vio obligado a dejar de admirarla en el mismo momento en el que sus ojos serpentearon una de las venas que surcaban el cuello, como un rastro de lágrimas inocentes. Fue entonces, como despertada por el tacto invisible, cuando personaje B notó un débil calor sobre sus mejillas y giró su rostro hacia el ventanal que se hallaba al otro extremo de la sala. Sin embargo, no se cruzó con la ávida mirada de nuestro caballeroso personaje A, quien había recobrado la conciencia y tomaba control de todo cuanto veía, recomponiéndose de nuevo en la anodina pero comprometida conversación con personaje D. Nuestra sencilla dama no pudo evitar pasar su mano por su cuello, sin pensar, sólo para darse un tiempo para recobrar la respiración y retornar a la espiral de asentimientos y breves intervenciones en la que estaba inmersa.

Personaje D, un hombre de rigor, había de causar buena impresión y esa era sin duda, la única expresión que se ajustaba enteramente con su actitud. Un tanto henchido, guardando las distancias, se divertía coqueteando sobre su patrimonio, aborreciendo con glotonería las últimas piezas artísticas del momento y con la odiosa costumbre de perfilar con la punta de sus dedos el contorno de un bigote que no existía en aquel momento y que nunca existió. Personaje C, que tejía con sus uñas incisivas complicadas madejas, embrollos amorosos que sólo se entrañaban en su mente, dejaba caer de su boca una cascada de superficialidades. Manaban de sus carnosos labios bocetos de palabras, deformes, letras desencajadas y retorcidas, sonidos chirriantes y sibilinos que caían torpes ensuciando sus pechos generosos, su falda floreada para acabar pudriendo las baldosas. Personaje B evitaba la corrosión de todos aquellos desvaríos evadiéndose, manteniendo una distancia de cortesía, moderando unas palabras ambiguas y breves que podían cerrar el círculo de la conversación con rapidez.

Y en medio de todo aquel desbarajuste coloqué gente, con sus preocupaciones y sus temores. Con vestimenta semejante, con un porte que fingían que era el mismo pero que brillaba por su particularidad. No quise caer en el saco de los romances imposibles, porque en un primer momento no lo pretendía. Salieron solos, personaje A y B, que buscaron su propia complicidad mientras yo sumergía mi pluma en el tintero y en cuanto volví decidida a mi trabajo, ya era demasiado tarde. Todas las cabezas estaban iluminadas por el mismo fulgor, por la misma luz, pero aún así, sus cuerpos la recibían de manera distinta y los colores se distorsionaban en el ambiente, bajo el suave compás de una canción inoportuna. Di un paso al frente para mimetizarme con aquella masa, para sentir, para entreramente descubrir qué se vivía, qué eran esos temores que sólo podía intuir pero no determinar. Pero llegaron a mis oídos la melodía de la realidad. La misma que me recordaba que yo no observaba otra cosa sino los tejidos de propia imaginación y que todavía permanecía en una sala de un palacio, que tal vez no fuera encantado, ni encerrara ninguna princesa, pero sobre el cual se podrían haber escrito, o al menos, imaginado, varios delirios.

They share a look in silence and everything is understood

La distancia entre él y yo era abismal; conforme sus palabras se deslizaban por sus labios sentía que un enorme vacío nos alejaba, no físicamente, sino en un segundo plano no escrito, no palpable. Simplemente seguía el compás de sus parpadeos para intentar entenderle y poner la maquinaria en marcha, pero parecía que uno de los engranajes se había desencajado. Y ahí estaba yo, dibujando esferas con la punta del dedo sobre la mesa, en un vago intento de recrear el movimiento que debía describir mi mente, una y otra vez, el mismo círculo, perdiéndome en la inercia que no se trasladaba a mi interior, sino que se difuminaba poco a poco sin llegar a adquirir una forma consistente.

Estelas.

Pero pronto entendí que no podía permanecer ahí y decidí empujar, retorcer, forzar y romper con un movimiento brusco la cadena de montaje, para levantar otra rápidamente y ser capaz de seguir el hilo de la conversación. Sin embargo, pronto encontré que aunque intentaba hacerle comprender mi punto de vista, mis ataques se desmoronaban con sus argumentaciones incisivas Hallé entre tanto abatimiento un ligero incentivo para seguir insistiendo, erosionando, presionando para derribarle, tirar la fortaleza abajo y penetrar hasta dónde más duele, hasta la esencia de su razonamiento. Necesitaba rozar con la punta de mis dedos el origen de todo aquel desajuste, el causante del quebradero de cabeza. Quería debilitarlo, desmenuzarlo, mutilarlo para que dejara dejara de herir mi orgullo, en un intento ya no de vencer, sino de masacrar todas las palabras, los conceptos, los disparates que entrelazaba con un suave giro de mano en el aire. Era como un insulto que aguijoneaba mi cerebro, él, él entero, cuando pasaba el dorso de su mano sobre su pelo, movía la cuchara del plato o sostenía la caja de servilletas, siempre, jugueteando.

No obstante, me ahogué en mis propios chasquidos de lengua. ¿Tenía él razón? Yo sonreía, era inevitable, no podía aceptarlo, estaba presenciando cómo algo que en un primer momento me había parecido absurdo tomaba forma y ganaba color conforme el tiempo transcurría (más bien conforme me miraba con esa expresión de pleno convencimiento que se había tatuado). Y perdí los papeles, se me iban, se me iban las palabras, chocaban atontadas contra sí mismas. Joder, va a tener razón.




En aquel momento, la sonrisa que se dibujó en mis labios confesó mi desconcierto. Un leve asentimiento apoyó la idea de rendición, y entorné los ojos, para digerir todo aquello, para tragar la derrota y, acto seguido, zambullir mi mano en el bolso. Era hora de cambiar mi punto de vista y con un movimiento ágil conseguí alcanzar las lentes. Y vaya, ya no pude dejar de sonreír.