Black in time


No sé, me decías entre bostezos, no lo entiendo.

Claro que no, qué vas a entender. Nadie entiende nada.

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Conversaban del equilibrio entre el poder de la fuerza y el de la palabra. Hace muchos años, cuando las guerras eran algo por lo que luchar, y los niños crecían bajo el peso de sus escudos, el instinto animal se respiraba en el ambiente, siempre orientado hacia una victoria que conllevaba la derrota implacable sobre el enemigo. Así, la muerte no era un obstáculo sino el orgullo por la lucha por la que se había sido educado, domesticado y adiestrado. Oídos sordos hacían los guerreros frente a la prudencia sugerida por unos -si me permite generalizar- sabios, que hablaban de la osadía, la tenacidad, y valores que se hallaban entre sus cuerdas vocales pero que no eran palpables. Pero no entendían más que espada y escudo, familia y honor, sangre y victoria, que eran otros términos que sí se materializaban en sus vidas y que, de hecho, se forjaban generación tras generación. Fue hereditaria, por lo tanto, la separación entre un guerrero que podía ser audaz, pero que ello implicaba debilidad y quizá duda, un capricho que podía costarle la vida.

Pasaron y pasaron los años, y sigo cuestionándome dónde está la separación entre la diplomacia y la sangre. Se trasladaron las guerras y las cruentas batallas hacia lugares inaccesibles para los medios de comunicación, tergiversaron, como en toda pelea que se precie, los hechos y hablaban ,de nuevo, sobre enemigos, aliados y muerte. Pero la distancia que ahora existe entre aquel que se dirige a lidiar y a combatir en nombre de su patria y aquel que lo ordena, que se presupone que es el poseedor del poder de la palabra, es abismal en comparación con la antigüedad. Nadie concibe que fuera exacto, los tiempos cambiaron, existen términos como democracia y derechos humanos que tratan de distorsionar la concepción de la supervivencia o del más fuerte. Sin embargo, el poder dominante actual ya no está en la palabra, ni siquiera en la fuerza, sino en el narcótico. Estamos completamente sedados, somos educados entre valores visiblemente ambiguos que pueden cambiar de un momento a otro y despedazar la estructura interna, qué soy, por qué actúo así, hasta que acabamos preguntándonos quién es el bueno y quién es el malo. Con una combinación de fuerza y palabra, se halla la fórmula para garantizar que la gente, el gentío, la masa, las personas, se orienten en un mismo sentido, tal vez difuso, pero aparentemente estable o al menos, de manera temporal.



Que el discurso desde siempre haya sido una manera para proliferar ciertas acciones es algo innegable, pero tampoco lo es la combinación suprema de fuerza y palabra actual,que producen el efecto de somnífero de la población, el cual sustenta el mundo entero.

Al igual que un gobierno dispone de fuerza coercitiva (ejército, policía) y de poder de palabra (políticos) para ejecutar sus decisiones y aplicarlas en el mero acto de dominación, también deberían existir esas vías para aquellos que no están de acuerdo, en tiempos de democracia. Y aquí me pregunto yo, por qué se alteran, por qué se sorprenden del uso de violencia con fines reivindicativos cuando las vías del consenso y diplomáticas son silenciadas con un simple gesto. No justifico, ni mucho menos, atentados ni acciones delictivas, pero sí doy a entender cómo es de comprensible que se llegue a esos límites. No existe combinación posible, equilibrio, entre palabra y fuerza para aquellos que no encuentran amparo en lo dictado por su propio Estado. Sólo supone cierta amenaza y, por tanto, atención, aquellos que violan todo convencionalismo social y rompen el silencio, ya no con pancartas, sino con bombas y con vidas.

Es una evolución curiosa, y el contraste es evidente. Parece mentira, pero esta reflexión me ha venido a la cabeza cuando he pensado en la gente que me da miedo. Y en mi cabeza he visualizado tanto a las fuerzas policiales como a los marginados sociales.

¿Por qué sobreviven?¿Cómo sobreviven? En sus metodología se halla la estimulación de su supervivencia: la violencia. Serán, los marginados sociales, los únicos que no acatarán órdenes del Estado y que, a la fuerza, desarrollarán el todo o nada. Mientras yo vivo bajo la ilusión de la libertad, pensando que no corro ningún riesgo, que no me juego la vida, y si lo hago, declararé culpables o sospecharé de aquellos que mantengan la actitud violenta por su supervivencia.

Que alguien me lo explique.

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