Murakami

Después de la increíble oleada de admiradores que se reunieron para alzar la voz y proclamar al gran Haruki Murakami como un escritor revelación, sentí curiosidad, para variar y aproveché una de esas ofertas intimidatorias que ofrecía la fnac al hacerte la tarjeta: 8 libros al precio de 4 (los más caros, no hace falta ni decirlo). El caso es que, en este pack, me agencié de cuatro tomos de Murakami: Sauce ciego, mujer dormida, Kafka en la orilla, Sputnik, mi amor,Crónica del pájaro que da cuerda al mundo.

Ese es el comienzo, así, de un tirón, me dejé embaucar por la voz extendida que aclamaba a Murakami. Tusquest se atrevió a decir que ya estaba entre uno de los candidatos al Nobel. Es más, no sólo se atrevió a difundirlo de manera fugaz, sino que lo colocó en la biografía del propio autor, lo que me hizo arquear la ceja y adentrarme con mayores expectativas en Kafka en la orilla. Obviamente el nombre de Kafka fue uno de los imanes que me condujo a ir pasando páginas con una mirada ávida de encontrar el rastro de unas palabras que, como muchos afirmaban, debían conducir a un maravilloso paraíso, como cuando lees un libro que te transporta no lejos, no a un paisaje bucólico para descansar sobre la hierba moteada de rocío, sino a un espacio personal, tenuamente iluminado en el que se funden las sombras con las figuras que dibuja mi propia silueta. El rincón íntimo en el que nos dejamos embadurnar de perfumes y poesías, de expresiones deliciosas, siempre con apetito de más sensaciones, de más turbulencias, de encontrar tras unas grafías recuerdos y emociones, que no te llevan al más allá, pero que acarician tu mente, como el fiel cachorro que vuelve a los pies del amo en busca de sensaciones reconfortantes. Así me siento yo, leal a lo que se escribe, buscando el calor de una hoguera en la que perder la mirada, en la que proyectar mis frustraciones para que acaben carbonizadas con una mirada despejada de melancolía porque ando en compañía, en mi propio rincón, de mis respiraciones, de las huellas de otros abrazos que libros que antes me acompañaron.

Como decía, me adentraba, página tras página en el pasillo que conducía a este lugar, donde encuentro el clímax de la lectura. Y así lo esperaba, anduve a trompicones para llegar cuanto antes y sentarme en un cojín con una sonrisa pétrea sobre mis labios, alimentada, sin ninguna duda, por las críticas que formaban ese aura sobre Murakami. Pero, a medida que iba pasando las páginas, noté que me distanciaba de mi destino, de mi anhelado espacio que había cerrado con llave tras la experiencia anterior y fui leyendo y leyendo, con el ceño fruncido, a punto de dejarlo estar, a punto de abandonar lo que coronaban como una gran novela. Estaba confundida, sentada en el suelo del pasillo aprovechando la penumbra para continuar y no desistir, para darle una oportunidad al final. Fueron pasando los hechos, que no describiré para no hacer spoiler, y tuve que cerrar el libro un par de veces y contemplar el techo con una mano sobre el lomo, esperando encontrar algo de comprensión en aquel galimatías. Ni me esperaba esa literatura tan confusa, ni quería desenredarla. No era bienvenida, no por la sorpresa, sino porque me resultaba incómoda, reacia, áspera y sucia. Era una mala jugada por parte de Murakami, pero tomaba aire y continuaba, venga, va, ánimate, tú nunca te dejas libros a medias. Dale una oportunidad.

Y vaya si lo hice, lo acabé, con un esbozo de sonrisa. Per o no hay que malinterpretarla, no era un gesto de picardía, ni siquiera un asomo de satisfacción, ni siquiera un sabor agridulce. Era la amargura de una tomadura de pelo, me sentía como si me hubieran amordazado con la cuerda del telón, como la cómplice involuntaria de la mayor estafa de la historia. Estaré exagerando, no lo dudo, pero había adoptado una predisposición muy positiva, había dejado casi entreabierta la puerta hacia mi rincón, incluso me había permitido hacer trampa para casi dejarlo entrar en las primeras páginas. Pero yo, ofreciendo la mejor de mis sonrisas y después de haber corregido la falda del vestido, cerré el libro y lo dejé sobre la estantería, sin saber qué pensar, literalmente.


Pasó el tiempo y adorné de mi frustración mi mirada en cuanto se posaba en la portada del gato verde, hasta que encontré los otros tres libros que había adquirido en ese ataque de ingenuidad. Dios mío y ahora qué hago. Dejé a un lado mi sentimiento de loba herida y cogí Sauce ciego, mujer domida, un libro de relatos breves. Lo encontré, con un gesto burlón en cada párrafo. Con un máscara de carnaval, esperando encontrarse con mi mirada para sacarme la lengua, para penetrarme con los ojos de cartón, para emitir una risa aguda que resonaba en mis oídos. Lo acabé entre suspiros y quise colocarme las gafas de sol, dejar caer la cabeza y entregarme al calor del una tarde de verano.

Mi madre se leyó Sputnik, mi amor y me lo recomendó. Decidí acabar con este tema, tratar de despojarme de la incesante suciedad que iba echando sobre mí y me encontré con una grata sorpresa. Me gustó, no llegó a entrar, pero se quedó a las puertas. Pero también fue porque mantuve su rígido cuello entre mis dedos y me negué a seguir leyendo si continuaba con su sátira destartalada. Fui capaz de cerrar los oídos y encontrarlo a él y dejarlo pasar, con un gesto un tanto torcido.

Después de estos libros, incluso me atreví a coger el último libro Crónica del pájaro que le da cuerda al mundo pero desistí pronto, porque fue meter el pie en su charca y descubrir que sólo era lodo. No quise meterme allí de nuevo.

Después de contar esta experiencia con el autor, creo que tengo suficientes motivos como para calificarlo como un indeseable picor. Ahí está, Murakami, en las estanterías, en la boca de la gente, y no hace más que escocerme, pero al rascarme de una forma salvaje sólo me hago heridas. Lo encuentro a él, a su burla, a su parafernalia, sobre mi piel y al intentar arrancarlo, dejo arañazos.

Cada vez que alguien me dice que le gusta Murakami, pues bueno, me rasco de manera escandalosa y violenta, me coloco bien la falda del vestido y pongo mi mejor sonrisa.

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