Lo que nace


Naranja sonrió desde el cielo. Había historias que merecían ser contadas pero no iba a ser yo quién juzgara las palabras, no mientras sea esclava de lo que pienso. Porque no hago sino traducir constantemente lo que se dibuja y se enreda de nuevo, ya no en espirales, sino formando quimeras que se muerden la cola, una vez, tal vez dos, pero que a la tercera no va la vencida y acaban carbonizadas.
Busco desiertos con la mirada. Sólo encuentro lagunas en las que humedecer mis labios para seguir traduciendo y descodificando lo que serían galimatías para el resto, aquello que he interiorizado durante años y brota en forma de fragmentos mutilados, de pequeñas vacilaciones o, en el mejor de los casos, momentos de parálisis en los que dos tímidas voces se unen para actualizar mi mente. Y con ello, provocar una reinterpretación de los estímulos recibidos a través de mis sentidos.

Pensar esto a la 1:08 de la mañana no debe significar nada bueno ( y menos aún, nada malo) aunque me da la no tan grata sensación de que al final siempre acabo suspirando al aire. Como aquella chica que vi el otro día, sentada sobre el respaldo de un banco, apoyando sus altas botas negras en el asiento. Blandía un cigarrro como si fuera el pasaporte al estrellato. La miré con un cierto toque de desdén, a ella y a su fantasmágorico fotógrafo que debía esconderse tras un matorral, tal vez en el mismo instante en el que yo pasaba con el coche estaba cambiando el carrete, o directamente no existió nunca. Me dieron ganas de bajar, dar un sonoro portazo y otro en su tersa piel ligeramente rosada, porque hacía un frío de espanto.
Aunque también son fases, me digo mientras escribo esto. No vuelvas a tu tierra patria con un bazooka bajo el brazo. Al menos, píllate un francotirador y haz un trabajo más limpio.
Tal vez esas formas de evasión forzada no hayan cambiado tanto pensaba y las tropas pro sentarse en la ventana moteada de lluvia todavía permanezcan desplegadas. Y aunque no lo parezca, yo de vez en cuando desprendo empatía. Porque no me queda otra, vamos.



Echo de menos un poco de compostura de vez en cuando, al igual que más veces, echo en falta soltarme la melena y dejarla ondear cual bandera. Pero mi libertad está encerrada, y soy yo quien la mantiene presa. Vivo mucho mejor si guardo todas mis cosas en cajas, bien empaquetadas y coloco con suavidad las etiquetas, las amontono y formo una pirámide, una escala de prioridades que puede sufrir algún que otro cambio (rara vez drástico). Casi leyéndome parezco una chica que acaba de mudarse con su piolín y que mira con los brazos en jarra las cajas que los de la mudanza y la dulce pareja han recopilado en el salón. Es la pausa donde los ojos vuelan, extrayendo los objetos y colocándolos de manera imaginaria en el sitio idóneo. Es el pensamiento de prueba de decoración. Así parece que sea yo cuando reorganizo "mi salón".
Y así es la manera más fácil de pensar con la cabeza fría. Si es que no la tengo siempre así, porque parece que esté adormecida. Dijeron que me atreviera y tiemblo sólo de pensarlo, porque todo fluye y aunque dé saltos de alegría mantengo en mi puño cerrado aquello que otros colocaron en la cumbre de su vida, aquello que algunos llaman libertad.
Da igual como lo llames, todavía no encuentro forma de comerme el mundo, y mucho menos de digerirlo. Mientras tanto, embadurno ciertos sabores amargos con zumo de piña. Y siempre asintiendo con estos cascos de dj zombie que acabaran por hacer que pierda la cabeza. Literalmente.

No hay comentarios: