Me gusta que estemos solos
(Se abre la puerta de la habitación y él asoma su cabecita)
- ¿Puedo pasar?
- Sí, claro. Sabes que puedes.
(Ella mira con una sonrisa cómo él se desliza hacia el borde de la cama, inquieto)
- Cuéntame, anda, sé que algo te preocupa.
- Maldita sea, me conoces demasiado bien.
(Ella se despereza, cierra el libro que descansaba sobre su regazo y lo deja en la mesita de noche)
- ¿Y bien? Tampoco es muy difícil, sólo entras en mi habitación para dos cosas. Y Natalia ya te dio una alegría anoche.
(Él la mira incómodo, ella deja caer una risita)
- Serás becerrín, ven, acércate, alma de cántaro, que todavía no muerdo.
(Él se acerca y se pasa una mano por el pelo, preocupado).
- Últimamente no estoy inspirado.
- ¿Te has cansado de tu musa?
- Creo que la despedí improcedentemente y me ha denunciado.
- Por qué no me extraña, baby. Pero bueno, todo es saber encontrarla.
- No creo que sea posible.
- ¿Así sín más?¿Ya está?¿Te rindes?
(Ella cruza los brazos)
- No, pero no es fácil inspirarse cuando sientes que lo que escribes está vacío.
- ¿Vacío?
- Así es, me he vuelto un dogmático.
- ¿Y eso es malo?
- Como puedes ver, lo es.
- Quizá te estés equivocando con las palabras.
- ¿Con las palabras?
- Sí.
(Él espera en silencio)
- Sí, no sé. Si cuando te lees no te sientes dentro, es porque quizá no emplees las palabras adecuadas. Al final, todo encaja.
- Quizás sea eso, no es tan fácil sacar al exterior los sentimientos.
- Yo no dije que lo fuera. Y ya sabes que me alegro de que tan de vez en cuando te asomes y me dejes ver algo de lo que tienes dentro.
(Él sonríe).
- Pero, ¿ a quién le importa lo que sienta alguien?
- A ti, por ejemplo.
- Pero eso no da de comer.
- ¿Para qué lees tú?
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