Idilios íntimos


Detrás de la puerta no hay nadie. Él se acerca sigilosamente y pega su oreja a la madera. No se oye ni un alma, que diría mamá y aún así desliza su mano por la plancha, para encontrarse con las asperezas, los relieves imprevistos y los recuerdos que quedaron sellados. Cierra los ojos, para transportarse lejos, lejos de casi todo, y se humedece los labios, concentrado. Miel, piensa. Suavemente las yemas de sus dedos comienzas a dibujar figuras en las arenas movedizas. Miel. Y sus dedos se sumergen en un líquido viscoso lentamente. Dorada, la miel es dorada. Pasa la lengua por sus dientes y ahí está, empalagosa, densa y dulce, muy muy dulce, demasiado, porque sus dientes comienzan a temblar. Intenta hablar, pero decide barnizar la puerta con su lengua y sus papilas gustativas se contraen, se resienten al entrar en contacto con la insípida y roída madera. A la mierda, él se pierde entre sus sentidos. Y cuando vuelve a encontrarse con su paladar, cierra los ojos para evocar las olas del mar, los momentos que quedaron resguardados a la sombra, e incluso el olor, el frágil aroma de los días que quedaron estancados en un álbum, en la sonrisa ladeada de mamá, la delicada caricia de la espuma que destruye los primeros castillos que se atrevió a erigir. Por ti, pequeña, por ti. Se atreve a sonreír, todavía detrás de la puerta, y a reír porque se acuerda de tus palabras, tus réplicas y tus otros reproches. Piensa que eres única y deja que su dedo índice se pierda entre las líneas que atraviesan la superficie de la madera, pero no se contenta con el recuerdo, no lo hace, abre la puerta.


9 dice:

¿Estás?



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