La complejidad del borrego

Crucé las piernas y respiré hondo. Quise coger una servilleta y escribir todo esto, deslizar el bolígrafo y trasladar mis batallitas, traducirlas y encajarlas para luego poder arrugar el papel y tirarlo a una papelera. Todo esto con un cámara detrás que filme mientras pone una cancioncilla de Álex Ubago y que además, luego configure el vídeo y lo pase a blanco y negro.
Veo la gente pasar y añoro tomarme un café con leche con mis dulces perretas de la uni. Y es que parece que hoy tengo que hacer tiempo hasta que empiece la primera clase así que, después de negarme a coger un periódico, he decidido quedarme mirando a través de la ventana. Sí, a lo videoclip, qué demonios.


Me quito el abrigo aparatosamente (no podría ser de otra manera), lo dejo sobre el respaldo de la silla y la acerco a la mesa, provocando un sonoro estruendo. De todos modos, con el movimiento y el ajetreo de la cafetería nadie se ha percatado así que, pienso, no pasa nada, sigue con lo tuyo. Sigue con tu vida, escribo en la servilleta. Al instante, dibujo un cigarro sobre mis dedos y en mi imaginación me lo acerco a los labios. Desde fuera, permanezco girada perdida entre los pasos apresurados de la gente. Desde dentro, estoy fumando, que no tabaco, que no el tiempo, que no el pasado, que no el futuro. Simplemente, estoy fumando.
Las chicas caminan aceleradas, y sus largos cabellos van ondeando al viento, acompasados, como los bigotes de un dragón chino que se enroscan con el sonido de los tambores. Allá van, en un sentido y en otro, sus bolsos rebotan sobre sus finas piernas, entornan los ojos por el viento, se acicalan con un gesto rápido, a veces torpe, otras muy profesional. Acunan, la gran mayoría de ellas, una carpeta (es curioso, casi siempre es verde) con apuntes, un par de libros gruesos y quizá alguna funda descuidada.
Los chicos, en cambio, caminan más ensimismados, muchos de ellos con grandes cascos que parecen absorberles el cerebro. Y me pregunto, desde el interior de la cafetería, si no les pesarán porque a pesar de lo alcochaditos que puedan estar, parecen dos androides que taladran directamente tus oídos.Pero esto ya es un apunte personal. Por lo general, hablan, gesticulan, sonríen y se tropiezan.
Serán mis hormonas, quién sabe. Pero me inclino porque los chicos, a pesar de que está más que demostrado que andan más en mundos paralelos que en Blasco Ibáñez, están más dispuestos a tener una charla agradable por las mañanas. Así, espontánea, reaccionar ante una coincidencia en la calle, un encontronazo inesperado. Sonrío.
Giro de nuevo la cabeza y seguimos siendo cuatro gatos, aunque sólo se me oye maullar a mí.Piuf, dejo caer un suspirito y coloco el codo sobre la mesa, descanso mi cabeza en la palma de la mano y continúo divagando. Pasan y pasan, autobuses llegan, bicicletas, gente con gorro, gente que sonríe, gente que baja disgustada de algún coche. Suspirito de nuevo.
Entorno los ojos y cae la noche.Vuelvo a abrirlos y vienen dos enormes ilusiones que tiñen de rojo el escenario, el cielo se torna púrpura, y la gente continúa viviendo, avanzando, con sus prisas, con su música, con sus pensamientos desordenados, con sus teorías disparatadas, con sus estructuras mentales férreas, con sus creencias, con sus parejas, con sus recuerdos. Entorno de nuevo. Azul vino y posó su manto sobre los árboles.
Dios, qué llevaba ese maldito café.
Voy a acabar por darle la razón a mis camaradas, estoy degenerando.

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